PALABRA IMBORRABLE

<<No, la mujer no es nuestro hermano; por pereza y corrupción, la hemos convertido en un ser aparte, desconocido, sin más arma que su sexo, lo que no sólo supone una guerra perpetua, además no es arma de buena lid -adorado u odiado, pero no compañero franco, un ser que forma legión con espíritu y cuerpo, francmasonería- con desconfianzas de eterno pequeño esclavo.>>

Muchos hombres suscribirían estas palabras de Jules Laforgue; muchos piensan que entre los dos sexos hay y habrá siempre <<riñas y disputas>> y que la fraternidad nunca será posible. El hecho es que ni hombres ni mujeres están actualmente satisfechos los unos de los otros. La cuestión es saber si se trata de una maldición original que les condena a la guerra perpetua o si los conflictos que los enfrentan sólo expresan un momento transitorio de la historia humana.

Hemos visto que, a pesar de las leyendas, ningún destino fisiológico impone al Macho y a la Hembra como tales una hostilidad eterna; incluso la famosa mantis religiosa sólo devora a su macho a falta de otros alimentos y en interés de la especie: a ella están subordinados todos los individuos de arriba debajo de la escala animal. Por otra parte, la humanidad es más que una especie: es un devenir histórico; se define por la forma en que asume su facticidad natural. En realidad, ni con la peor fe del mundo es posible detectar entre el macho y la hembra humanos una rivalidad de orden puramente fisiológico. Por esta razón, debemos situar más bien su hostilidad en este terreno intermedio entre la biología y la psicología que es el del psicoanálisis. La mujer, dicen, tiene envidia del pene del hombre y desea castrarlo; sin embargo, el deseo infantil del pene solo adquiere importancia en la vida de la mujer adulta si vive su feminidad como una mutilación; en ese caso, porque encarna todos los privilegios de la virilidad, desea apropiarse del órgano masculino. Se da por bueno que su sueño de castración tiene un significado simbólico; desea privar al varón de su trascendencia. Su deseo es, ya lo hemos visto, mucho más ambiguo: quiere, de una forma contradictoria, tener esta trascendencia, lo que supone que al mismo tiempo la respeta y la niega, que al mismo tiempo desea arrojarse a ella y retenerse en sí. Eso quiere decir que el drama no se desarrolla en un plano sexual; la sexualidad por otra parte nunca se nos apareció como algo que define un destino, como algo que nos proporciona en sí la clave de las conductas humanas, sino como la expresión de la totalidad de una situación que contribuye a definir. La lucha de sexos no se deduce de forma inmediata de la anatomía del hombre y la mujer. En realidad, cuando la evocamos, damos por hecho que en el cielo intemporal de las Ideas se desarrolla una batalla entre esencias imprecisas: el eterno Femenino, el eterno Masculino, y no observamos que este combate titánico reviste en tierra dos formas totalmente distintas, que corresponden a momentos históricos diferentes.

La mujer que está confinada en la inmanencia trata de retener también al hombre en esta prisión; de esta forma se confundirá con el mundo y ya no sufrirá por estar encerrada: la madre, la esposa, la amante son carceleras; la sociedad codificada por los hombres decreta que la mujer es inferior; ella no puede abolir esta inferioridad si no destruye la superioridad viril. Se afana en mutilar, en dominar al hombre, lo contradice, niega su verdad y sus valores. No hace más que defenderse; ni una esencia inmutable ni una elección culpable la condenan a la inmanencia, a la inferioridad. Le han sido impuestas. Toda opresión crea un estado de guerra. Este caso no es una excepción. El existente que se considera como inesencial no puede dejar de pretender restablecer su soberanía.

Actualmente, el combate adopta una imagen diferente; en lugar de querer encerrar al hombre en una prisión, la mujer trata de evadirse; ya no trata de arrastrarle a las regiones de la inmanencia, sino de emerger en la luz de la trascendencia. Entonces la actitud de los varones crea un nuevo conflicto: el hombre <<deja paso>> a la mujer de mala gana. Pretende seguir siendo el sujeto soberano, el superior absoluto, el ser esencial; se niega a considerar concretamente a su compañera como una igual; ella responde a su desconfianza con una actitud agresiva. Ya no se trata de una guerra entre individuos encerrados cada uno en su esfera: una casta reivindicadora se lanza al ataque y la casta privilegiada la mantiene en su lugar. Se trata de dos trascendencias que se enfrentan; en lugar de reconocerse mutuamente, cada libertad quiere dominar a la otra.

Esta diferencia de actitud se marca en el plano sexual y en el plano espiritual; la mujer <<femenina>> trata, al convertirse en presa pasiva, de reducir también al varón a su pasividad carnal; trata de cogerlo en la trampa, de encadenarlo por el deseo que suscita al convertirse dócilmente en cosa; al contrario, la mujer <<emancipada>>quiere ser activa, prensil y rechaza la pasividad que el hombre pretende imponerle. De la misma forma, Elise y sus émulas niegan a las actividades viriles su valor; colocan la carne por encima del espíritu, la contingencia por encima de la libertad, su sensatez rutinaria por encima de la audacia creadora. Sin embargo, la mujer <<moderna>> acepta los valores masculinos: tiene a gala pensar, actuar, trabajar, crear de la misma forma que los varones; en lugar de tratar de rebajarlos afirma que es su igual.

Cuando se expresa en conductas concretas, esta reivindicación es legítima; en ese caso, lo que hay que lamentar es la insolencia de los hombres. Pero hay que decir en su disculpa que las mujeres a menudo no juegan limpio. Una Mabel Dodge pretendía someter a Lawrence con los encantos de su feminidad para después dominarlo espiritualmente; muchas mujeres, para demostrar con sus éxitos que valen lo mismo que un hombre, se esfuerzan por procurarse sexualmente un apoyo masculino; juegan con dos barajas, exigiendo al mismo tiempo antiguos miramientos y una nueva estima, apostando por su antigua magia y sus jóvenes derechos; es comprensible que el hombre irritado se ponga a la defensiva; pero él también hace trampas al exigir a la mujer que actúe lealmente cuando, por su desconfianza, por su hostilidad, le niega oportunidades indispensables. En realidad, la lucha entre ellos no puede tener una imagen clara, ya que el ser mismo de la mujer es opacidad; no se alza frente al hombre como un sujeto, sino como un objeto paradójicamente dotado de subjetividad; se asume a la vez como ella misma y como alteridad, contradicción que supone consecuencias desconcertantes. Cuando convierte en arma su debilidad y su fuerza, no se trata de un cálculo; espontáneamente, busca su salvación por el camino que se le ha impuesto, el de la pasividad, al mismo tiempo que reivindica activamente su soberanía; sin duda, no es un procedimiento <<de buena lid>>, pero se lo dicta la situación ambigua en la que la han confinado. No obstante, el hombre, cuando la trata como una libertad, se indigna de que sea para él una trampa; la halaga y satisface cuando es su presa, le molestan sus pretensiones de autonomía; haga lo que haga, él se sentirá estafado y ella perjudicada.

La disputa durará mientras los hombres y las mujeres no se reconozcan como semejantes, es decir, mientras se perpetúe la feminidad como tal. ¿Cuál de los dos se obstina más en mantenerla? La mujer que se libera quiere conservar no obstante sus prerrogativas; y el hombre exige que entonces asuma sus limitaciones. <<Es más fácil acusar a un sexo que excusar al otro>>, dice Montaigne. Es vano repartir críticas y alabanzas. En realidad, si aquí el círculo vicioso es difícil de romper, es porque los dos sexos son al mismo tiempo víctima del otro y de ellos mismos; entre dos adversarios que se enfrentan en su libertad pura, podría llegarse fácilmente a un acuerdo, sobre todo porque esta guerra no beneficia a nadie; sin embargo, la complejidad de todo este asunto viene de que cada campo es cómplice de su enemigo; la mujer persigue un sueño de abdicación, el hombre un sueño de alienación; la falta de autenticidad se paga cara; cada uno culpa al otro de la desgracia que le ha caído encima al ceder a la tentación de la facilidad; lo que el hombre y la mujer odian el uno en el otro es el fracaso estrepitoso de su propia mala fe y de su propia debilidad.

Hemos visto por qué los hombres sometieron en un principio a las mujeres; la devaluación de la feminidad ha sido una etapa necesaria de la evolución humana; pero habría podido generar una colaboración entre ambos sexos; la opresión se explica por la tendencia del existente a huir de sí alienándose en el otro que oprime con este fin; actualmente, en cada hombre singular aparece esa tendencia: y la inmensa mayoría cede ante ella; el marido se busca en su esposa, el amante en su querida, en la imagen de una estatua de piedra; persigue en ella el mito de su virilidad, de su soberanía, de su realidad inmediata. <<Mi marido nunca va al cine>>, dice la mujer y la incierta opinión masculina se imprime en el mármol de la eternidad. Sin embargo, él mismo es esclavo de su doble: ¡qué trabajo para construir una imagen en la que siempre está en peligro! Pues se basa, a pesar de todo, en la libertad caprichosa de las mujeres: hay que hacer constantemente que sea propicia; el hombre está devorado por el deseo de mostrarse masculino, importante, superior; finge y quiere que finjan para él; es también agresivo, inquieto; siente hostilidad hacia las mujeres porque le dan miedo, y tiene miedo de ellas porque tiene miedo del personaje con el que se confunde. ¡Cuánto tiempo y cuánta fuerza desperdiciada liquidando, sublimando, transfiriendo complejos, hablando a las mujeres, seduciéndolas, teniéndolas! Quedaría liberado si las liberara, pero es precisamente lo que teme. Y se obstina en falsedades destinadas a mantener a la mujer sometida a sus cadenas.

Muchos hombres son conscientes de la estafa que sufre la mujer <<¡Qué desgracia ser mujer! Y, sin embargo, la desgracia de ser mujer es en el fondo no entender que es una desgracia>>, dice Kierkegaard. Hace tiempo que se trata de disfrazar esa desgracia. Se ha suprimido, por ejemplo, la tutela: se dan a la mujer <<protectores>>, y si están revestidos de los derechos que tenían los antiguos tutores, es en su propio interés. Prohibir que trabaje, confinarla en el hogar, es defenderla de ella misma, es garantizar su felicidad. Hemos visto con qué velos poéticos se ocultaban las cargas monótonas que le corresponden: tareas domésticas, maternidad; a cambio de su libertad se le ofrecen estos tesoros falaces de la <<feminidad>>. Balzac describió muy bien esta maniobra cuando aconsejó al hombre que la tratara como a una esclava convenciéndola de que era una reina. Menos cínicos, muchos hombres se esfuerzan por convencerse ellos mismos de que es realmente una privilegiada. Hay sociólogos norteamericanos que enseñan seriamente la teoría de las <<low-class gain>>, es decir, de los <<beneficios de las castas inferiores>>. También en Francia se ha proclamado a menudo -aunque de forma menos científica- que los obreros tenían la suerte de no verse obligados a <<figurar>>, y más todavía los vagabundos que pueden vestirse con harapos y dormir en la acera, placeres prohibidos para el conde de Beaumont y los pobres señores Wendel. Como los piojosos despreocupados que se rascan alegremente, como los negros felices que ríen bajo el látigo, y los alegres árabes del Souss que entierran a sus hijos muertos de hambre con la sonrisa en los labios, la mujer goza de un privilegio incomparable: la irresponsabilidad. Sin preocupaciones, sin cargas, tiene claramente <<la mejor parte>>. Lo chocante es que por una perversidad obstinada -ligada sin duda al pecado original- a través de los siglos y los países las personas que tienen la mejor parte acusan siempre a sus bienhechores: ¡Es demasiado! ¡Me contentaría con vuestra suerte! Y estos capitalistas magníficos, generosos colonos, varones superiores se empecinan: ¡Podéis quedaros con la mejor parte!

El hecho es que los hombres encuentren en su compañera más complicidad de la que el opresor suele encontrar en el oprimido; utilizan esta circunstancia con mala fe para declarar que ella ha querido el destino que le han impuesto. Hemos visto que en realidad toda su educación conspira para cerrarle los caminos de la rebeldía y la aventura; la sociedad entera -empezando por sus respetados padres- le miente exaltando el elevado valor del amor, de la abnegación, del don de sí y ocultándole que ni el amante, ni el marido, ni los hijos estarán dispuestos a soportar esta carga tan molesta. Ella acepta alegremente estas mentiras porque la invitan a seguir la pendiente de la facilidad: y es el peor crimen que se comete contra ella; desde su infancia y a lo largo de toda su vida se la mima, se la corrompe, designando como su vocación esta abdicación que es la tentación de todo existente angustiado por su libertad; si se invita a un niño a la pereza entreteniéndole todo el día sin darle ocasión de estudiar, sin mostrarle la utilidad de hacerlo, no se puede decir cuando llega a la edad adulta que ha elegido ser incapaz e ignorante; así se educa a la mujer, sin enseñarle nunca la necesidad de asumir ella misma su existencia; ella se deja llevar contando con la protección, el amor, la ayuda, la dirección ajenas; se deja fascinar por la esperanza de poder realizar su ser sin hacer nada. Se equivoca al ceder a la tentación, pero el hombre no está en condiciones de reprochárselo, pues la tentación viene de él. Cuando estalle un conflicto entre ambos cada cual considerará al otro responsable de la situación; ella le reprochará haberla creado: no me han enseñado a razonar, a ganarme la vida; él le reprochará haberlo aceptado: no sabes nada, eres una incapaz… Cada sexo cree que se justifica cuando toma la ofensiva, pero los errores de uno no absuelven al otro.

Los innumerable conflictos que enfrentan a los hombres y las mujeres vienen de que ninguno de los dos asume todas las consecuencias de esta situación que uno propone y otro soporta: esta noción imprecisa de <<igualdad en la desigualdad>> que utiliza el uno para ocultar su despotismo y el otro su cobardía, no se resiste al análisis de la experiencia: en sus intercambios, la mujer exige la igualdad abstracta que le han garantizado, y el hombre la desigualdad concreta que observa. De ahí viene que en todas las relaciones se perpetúe una lucha infinita sobre el equívoco de las palabras dar y tomar: ella se queja de darlo todo, él protesta porque ella le toma todo. La mujer tiene que entender que los intercambios -es una ley fundamental de la economía política- se regulan en función del valor que la mercancía ofrecida tiene para el comprador, y no para el vendedor: la han engañado convenciéndola de que poseía un precio infinito y en realidad para el hombre es sólo una distracción, un placer, una compañía, un bien inesencial; él es el sentido, la justificación de la existencia de ella; por lo tanto, el intercambio no se hace entre dos objetos de la misma calidad; esta desigualdad se marcará especialmente en el hecho de que el tiempo que pasan juntos -que parece engañosamente el mismo tiempo- no tiene para los dos el mismo valor; la velada que el amante pasa con su querida podría utilizarla para un trabajo útil para su carrera, ver amigos, cultivar relaciones, distraerse; para un hombre normalmente integrado en la sociedad, el tiempo es una riqueza positiva: dinero, reputación, placer. Por el contrario, para la mujer ociosa que se aburre es una carga de la que sólo se desea liberar; en cuanto consigue matar las horas, ya ha logrado un beneficio: la presencia del hombre es un puro beneficio; en muchos casos, lo que interesa más claramente al hombre en una relación es el beneficio sexual que obtiene: en último caso, puede contentarse con pasar con su querida el tiempo necesario para realizar el acto amoroso; sin embargo -salvo excepciones-, lo que ella desea es <<dar salida>> a todo el exceso de tiempo con el que no sabe qué hacer. Como el tendero que sólo vende las patatas si se llevan también los nabos, sólo cede su cuerpo al amante si además se hace cargo de las horas de conversación y de salida. El equilibrio consigue establecerse si el coste del conjunto no parece demasiado elevado al hombre: ello depende por supuesto de la intensidad de su deseo y de la importancia que tienen a sus ojos las ocupaciones que sacrifica; sin embargo, si la mujer exige -ofrece- demasiado tiempo, resulta totalmente inoportuna, como el río que se sale de madre, y el hombre optará por no querer nada para no tener demasiado. Ella modera así sus exigencias; con mucha frecuencia el equilibrio se establece a cambio de una doble tensión: ella considera que el hombre la ha <<conseguido>> muy barata; él piensa que el precio es demasiado alto. Por supuesto, esta exposición es un tanto humorística; no obstante -salvo en los casos de pasión celosa y exclusiva en los que el hombre quiere a la mujer en su totalidad-, en la ternura, el deseo, el amor mismo apunta este conflicto; el hombre siempre tiene <<otras cosas que hacer>> con su tiempo; sin embargo, ella trata de librarse del suyo; él no considera las horas que le consagra como un don, sino como una carga. Generalmente, acepta soportarla porque sabe bien que es un privilegiado, tiene <<mala conciencia>>; y si tiene algo de buena voluntad, trata de compensar la desigualdad de las condiciones con generosidad; no obstante, considera que esta piedad es un mérito y al primer tropiezo trata a la mujer de ingrata y se irrita: soy demasiado bueno. Ella siente que se comporta como una pedigüeña cuando está convencida en realidad del elevado valor de sus regalos, y se siente humillada. Esto explica la crueldad de la que es capaz a menudo la mujer; tiene la conciencia tranquila, porque es la más desfavorecida; no se considera obligada a tener miramientos con la casta privilegiada, simplemente trata de defenderse; se sentirá hasta feliz sik tiene ocasión de manifestar su resentimiento al amante que no ha sabido satisfacerla: ya que no le da bastante, con un placer salvaje lo tomará todo. Entonces el hombre herido descubre el precio global de una relación cuyos momentos sucesivos desdeñaba: está dispuesto a cualquier promesa, aunque se considerará de nuevo explotado cuando las tenga que cumplir; acusa a su amante de chantaje: ella le reprocha su avaricia; ambos se encuentran perjudicados. También en este caso es vano repartir disculpas y acusaciones: no es posible crear justicia en el seno de una injusticia. Un administrador colonial no tiene ninguna posibilidad de comportarse bien con los indígenas, ni un general con sus soldados; la única solución es no ser ni colono ni jefe; pero un hombre no puede dejar de ser hombre. Así es culpable a su pesar y está oprimido por una falta que no ha cometido él mismo; ella es víctima y una arpía también a su pesar; a veces él se rebela y opta por la crueldad, pero en este caso se hace cómplice de la injusticia y la falta pasa a ser realmente suya; a veces se deja aniquilar, devorar por su víctima reivindicativa: pero en ese caso se siente engañado; a menudo acepta un término medio que le rebaja y le resulta incómodo al mismo tiempo. Un hombre de buena voluntad se sentirá más desgarrado por la situación que la propia mujer: en cierto sentido, siempre vale más estar del lado de los vencidos; pero si ella tiene buena voluntad también, incapaz de bastarse a sí misma, negándose a aplastar al hombre con el peso de su destino, se debate en una confusión total. En la vida cotidiana encontramos abundancia de casos en los que no hay solución satisfactoria porque se definen por condiciones que no son satisfactorias: un hombre que está obligado a seguir manteniendo material y moralmente a una mujer a la que no ama se siente víctima; pero si abandonara sin recursos a la que ha centrado toda su vida en él, ella sería también víctima de una injusticia similar. El problema no está en una perversidad individual -y la mala fe comienza cuando cada no culpa al otro- sino en una situación contra la que toda su conducta singular es impotente. Las mujeres son <<pegajosas>>, pesadas, y se resienten por ello; es porque les corresponde la suerte de un parásito que chupa la vida a un organismo extraño; si se las dota de un organismo autónomo, para que puedan luchar contra el mundo y arrancarle su subsistencia, su dependencia habrá terminado, y la del hombre también. Unos y otras se sentirán mejor sin duda alguna.

Un mundo en el que los hombres y las mujeres sean igual es fácil de imaginar, porque es exactamente el que había prometido la revolución soviética: las mujeres educadas y formadas exactamente como los hombres trabajarían en las mismas condiciones y por los mismos salarios; la libertad erótica estaría admitida por las costumbres, pero el acto sexual ya no se consideraría un <<servicio>> remunerado; la mujer estaría obligada a ganarse la vida de otra forma; el matrimonio descansaría en un libre compromiso que los esposos podrían denunciar cuando quisieran; la maternidad sería libre, es decir, se permitiría el control de natalidad y el aborto y se daría a todas las madres y a sus hijos exactamente los mismos derechos, independientemente de que ellas estuvieran casadas o no; los permisos por maternidad estarían pagados por la sociedad que sumiría la carga de los hijos, lo que no quiere decir que habría que quitárselos a sus padres, sino que no quedarían abandonados en sus manos.

¿Basta con cambiar las leyes, las instituciones, las costumbres, la opinión y todo el contexto social para que las mujeres y los hombres sean realmente semejantes? <<Las mujeres siempre serán mujeres>>, dicen los escépticos; otros videntes profetizan que despojándolas de su feminidad no se las transformará en hombres y que se convertirán en monstruos. Es como admitir que la mujer de nuestros días es una creación de la naturaleza; hay que repetir una vez más que en la sociedad humana nada es natural y la mujer es uno de tantos productos elaborados por la civilización; la intervención ajena en su destino es originaria: si esta acción estuviera dirigida en otro sentido, el resultado sería muy diferente. La mujer no se define por sus hormonas, ni por instintos misteriosos, sino por la forma en que percibe, a través de las conciencias ajenas, su cuerpo y su relación con el mundo; el abismo que separa a la adolescente del adolescente ha sido agrandado de forma deliberada desde los primeros momentos de su infancia; más adelante ya no es posible impedir que la mujer sea lo que ha sido hecha y siempre arrastrará tras ella ese pasado; si medimos el peso de esta circunstancia, comprenderemos claramente que su destino no está fijado para la eternidad. Ciertamente, no hay que creer que baste modificar su condición económica para que la mujer se transforme: este factor ha sido y sigue siendo el factor primordial de su evolución; pero mientras no se hayan producido las consecuencias morales, sociales, culturales, etc.; que anuncia y que exige, no podrá surgir la mujer nueva; en este momento, no son realidad en ningún sitio, ni en la URSS, ni en Francia o en Estados Unidos; por esta razón, la mujer de hoy está dividida entre el pasado y el futuro; aparece con frecuencia como una <<mujer, mujer>> disfrazada de hombre y no se siente a gusto, ni en su carne de mujer ni en su ropa masculina. Tiene que cambiar de piel y cortarse su propia ropa. Sólo lo podrá conseguir gracias a una evolución colectiva. Ningún educador aislado puede modelar en este momento un <<ser humano mujer>> que sea el homólogo exacto del <<ser humano varón>>: educada como un muchacho, la niña se siente excepcional y así sufre una nueva forma de especificación. Stendhal lo entendió bien cuando decía: << Hay que plantar todo el bosque de golpe.>> Por el contrario, en una sociedad en la que la igualdad de sexos hubiera hecho realidad concretamente, esta igualdad se afirmaría de nuevo en cada individuo.

Si desde la más tierna edad se educara a la niña con las mismas exigencias y los mismos honores, las mismas severidades y las mismas licencias que sus hermanos, participando en los mismos estudios, los mismos juegos, a la espera de un mismo futuro, rodeada de mujeres y de hombres que se le aparecerían inequívocamente como iguales, el sentido del <<complejo de castración>> y del <<complejo de Edipo>> se modificaría profundamente. Al asumir de la misma forma que el padre la responsabilidad material y moral de la pareja, la madre gozaría del mismo prestigio duradero; el niño sentiría a su alrededor un mundo andrógino y no un mundo masculino; aunque se sienta efectivamente atraída por su padre -cosa que tampoco está probada- su amor por él estaría matizado por una voluntad de emulación y no por un sentimiento de impotencia: no se orientaría hacia la pasividad; si pudiera probar su valor en el trabajo y el deporte, rivalizando activamente con los chicos, la ausencia de pene -compensada por la promesa del hijo. No bastaría para generar un <<complejo de inferioridad>>; correlativamente, el niño no tendría espontáneamente un <<complejo de superioridad>> si no se o provocaran y si estimara a las mujeres tanto como a los hombres. La niña no buscaría compensaciones estériles en el narcisismo y la fantasía, no se consideraría como un ser dado y se interesaría por lo que hace, se comprometería sin reservas en sus empresas. Ya he dicho que su pubertad sería más fácil si la superara, como el chico, hacia un libre futuro de adulto; la menstruación le inspira tanto horror porque constituye una caída brutal en la feminidad; asumiría mucho más tranquilamente su joven erotismo si no sintiera un asco estupefacto por el conjunto de su destino; una enseñanza sexual coherente la ayudaría mucho a superar esta crisis. Gracias a la educación mixta, el misterio augusto del Hombre no tendría ocasión de nacer: lo mataría la familiaridad cotidiana y la competencia franca. Las objeciones ante este sistema implican siempre el respeto de los tabúes sexuales, pero es vano pretender inhibir en el niño la curiosidad y el placer; solo se consigue crear represiones, obsesiones, neurosis; el sentimentalismo exaltado, los fervores homosexuales, las pasiones platónicas de las adolescentes, con todo lo que suponen de tontería y disipación, son mucho más nefastos que algunos juegos infantiles y algunas experiencias precisas. Lo más útil para la niña es sobre todo que, al no buscar en el hombre un semidiós -sino un compañero, un amigo, un asociado-, nada le impediría asumir su propia existencia; el erotismo, el amor tendrían un carácter de libre superación y no de redención; ella los podría vivir como una relación de igual a igual. Por supuesto, no se pueden suprimir de un plumazo todas las dificultades que la niña tiene que superar  para transformarse en adulta; la educación más inteligente, la más tolerante no puede evitar que haga a su costa su propia experiencia; lo que se puede pedir es que no se amontonen gratuitamente obstáculos en su camino. Que no se cauterice con hierros al rojo a las niñas <<viciosas>> ya es un progreso; el psicoanálisis ha instruido algo a los padres; no obstante, las condiciones actuales en las que se desarrollan la formación y la iniciación sexual de la mujer son tan deplorables que ninguna de las objeciones que se oponen a la idea de un cambio radical tiene validez alguna. No se trata de abolir en ella las contingencias y las miserias de la condición humana, sino de darle medios para superarlas.

La mujer no es víctima de ninguna fatalidad misteriosa; las singularidades que la especifican obtienen su importancia en el significado que revisten; podrán superarse en cuando se capten dentro de una perspectiva nueva; hemos visto que a través de su experiencia erótica la mujer sufre -y a menudo detesta- el dominio masculino: no hay que deducir de ello que sus ovarios la condenen a vivir eternamente de rodillas. La agresividad viril sólo aparece como un privilegio señorial en el seno de un sistema que conspira exclusivamente para afirmar la soberanía masculina; y la mujer sólo se siente en el acto amoroso tan profundamente pasiva porque se concibe de entrada como tal. Al reivindicar su dignidad de seres humanos, muchas mujeres modernas siguen percibiendo su vida erótica a partir de una tradición de esclavitud; por esta razón les parece humillante estar tendidas debajo del hombre, penetradas por él, y se agarrotan en la frigidez; pero si la realidad fuera diferente, el sentido que expresan simbólicamente gestos y posturas amorosas lo sería también: una mujer que paga, que domina a su amante, por ejemplo, puede sentirse orgullosa de su ociosidad soberbia y considerar que somete al varón que participa más activamente; ya existen muchas parejas sexualmente equilibradas en las que las nociones de victoria y de derrota dejan paso a una idea de intercambio. En realidad, el hombre es como la mujer una carne, es decir, una pasividad, juguete de sus hormonas y de la especie, presa inquieta de su deseo; y ella es como él, en el seno de la fiebre carnal, aceptación, don voluntario, actividad; cada uno vive a su manera el extraño equívoco de la existencia hecha cuerpo. En estos combates en los que creen enfrentarse entre ellos, cada uno lucha consigo mismo, proyectando en su compañero esta parte de sí que repudia; en lugar de vivir la ambigüedad de su condición, cada cual se esfuerza en hacer que el otro soporte la abyección y se reservan el honor. Si ambos la asumieran con una modestia lúcida, correlato de un auténtico orgullo, se reconocerían como semejantes y vivirían en amistad el drama erótico. El hecho de ser un ser humano es infinitamente más importante que todas las singularidades que diferencian a los seres humanos; las circunstancias nunca confieren una superioridad; la <<virtud>>, como la llamaban los antiguos, se define en la esfera de <<lo que depende de nosotros>>. En ambos sexos se vive el mismo drama de la carne y el espíritu, de la finitud y de la trascendencia; los dos están devorados por el tiempo, los acecha la muerte, tienen una misma necesidad esencial del otro; y pueden encontrar la misma gloria en su libertad; si supieran apreciarla, no tratarían de disputarse falsos privilegios; y entonces podría nacer la fraternidad entre ellos.

Se dirá que todas estas consideraciones son muy utópicas, ya que para <<rehacer la mujer>> la sociedad tendría que convertirla realmente en una igual del hombre; los conservadores nunca se han privado, en circunstancias similares, de denunciar este circulo vicioso: sin embargo, la historia no da vueltas en círculo. Sin duda, si se mantiene una casta en estado de inferioridad, seguirá siendo inferior, pero la libertad puede romper el círculo; si se deja votar a los negros, serán dignos del voto; si se dan responsabilidades a la mujer, sabrá asumirlas; el hecho es que no se puede esperar de los opresores un movimiento gratuito de generosidad; mientras tanto, la rebelión de los oprimidos, así como la evolución misma de la casta privilegiada, crea situaciones nuevas; así los hombres han tenido que emancipar parcialmente a las mujeres en su propio interés: ya sólo tienen que continuar su ascensión y los éxitos que logran les sirven de estímulo; parece prácticamente seguro que accederán antes o después a una perfecta igualdad económica y social, lo que supondrá una metamorfosis interior.

En todo caso, objetarán algunos, si un mundo así es posible, no es deseable. Cuando la mujer sea <<la misma>> que su hombre, la vida perderá la <<chispa>>. Este argumento tampoco es nuevo: los que tienen interés en perpetuar el presente siempre vierten lágrimas sobre el pasado maravilloso que desaparecerá, sin conceder ni una sonrisa al joven futuro. Es cierto que al suprimir los mercados de esclavos se acabaron las grandes plantaciones tan magníficamente engalanadas con azaleas y camelias, se destruyó toda la delicada civilización sudista; las antiguas puntillas se han reunido en los desvanes del tiempo con los timbres tan puros de los castrados de la Sixtina, y hay un cierto <<encanto femenino>> que también podría hacerse humo. Estoy de acuerdo en que es de bárbaros no apreciar las flores raras, las puntillas, la voz cristalina de un eunuco, el encanto femenino. Cuando se exhibe en su esplendor, la <<mujer encantadora>> es un objeto mucho más excitante que <<las pinturas idiotas, montantes de puertas, decorados, telones de saltimbanquis, enseñas, estampas populares>> que tanto gustaban a Rimbaud; adornada con los artificios más modernos, trabajada de acuerdo con las técnicas más nuevas, llega desde el fondo de los tiempos, de Tebas, de Minos, de Chichen Itzá; es también el tótem plantado en el corazón de la selva africana; es un helicóptero y es un pájaro; y ésta es la mayor maravilla: bajo sus cabellos pintados, el rumor de las hojas se convierte en un pensamiento y se escapan palabras de sus senos. Los hombres tienden ávidas manos hacia el prodigio, pero en cuanto lo atrapan se desvanece; la esposa, la amante, hablan como todo el mundo, con su boca: sus palabras valen ni más ni menos lo que valen; sus senos también. Un milagro tan fugitivo -y tan raro- ¿merece que se perpetúe una situación que es nefasta para ambos sexos? Podemos apreciar la belleza de las flores, el encanto de las mujeres y apreciarlos por lo que valen; si estos tesoros se pagan con sangre o con desgracia, hay que saberlos sacrificar.

El hecho es que este sacrificio parece a los hombres singularmente duro; no hay muchos que deseen desde el fondo del corazón que la mujer se llegue a realizar; los que la desprecian no creen que tengan nada que ganar, los que la adoran son demasiado conscientes de lo que tienen que perder; es verdad que la evolución actual no sólo amenaza el encanto femenino: al ponerse a existir para sí, la mujer renunciará a la función de doble y de mediadora que le proporciona en el universo masculino su lugar privilegiado; para el hombre atrapado entre el silencio de la naturaleza y la presencia exigente de otras libertades, un ser que es al mismo tiempo su semejante y una cosa pasiva aparece como un gran tesoro; la imagen con la que percibe a su compañera puede ser mítica, pero las experiencias de las que es fuente o pretexto no dejan de ser reales: no las hay más preciosas, más íntimas, más ardientes; es innegable que la dependencia, la inferioridad, la infelicidad femenina les dan su carácter singular; con seguridad, la autonomía de la mujer, aunque ahorre muchos problemas a los hombres, les suprimirá muchas facilidades; con seguridad, hay algunas formas de vivir la aventura sexual que se perderán en el mundo del futuro, pero eso no quiere decir que el amor, la felicidad, la poesía, el sueño, vayan a desaparecer. Hay que estar alerta para que nuestra falta de imaginación no vacíe para siempre el futuro; para nosotros sólo es una abstracción; cada uno de nosotros deplora sordamente la ausencia de lo que cada uno fue; pero la humanidad del mañana o vivirá en su carne y en su libertad, será su presente y a su vez lo preferirá; entre los sexos nacerán nuevas relaciones carnales y afectivas que todavía no podemos concebir: ya han aparecido entre hombres y mujeres amistades, rivalidades, complicidades, camaraderías castas o sexuales, que los siglos pasados no habrían sabido inventar. Una de las aserciones más cuestionables que conozco es la que condena el mundo nuevo de la uniformidad, es decir, al aburrimiento. No veo que el aburrimiento esté ausente de este mundo, ni que la libertad cree en ningún caso la uniformidad. Ante todo, siempre quedarán entre el hombre y la mujer algunas diferencias; su erotismo, es decir, su mundo sexual, al tener una imagen singular, no dejará de provocar en ella una sensualidad, una sensibilidad singular: sus relaciones con su cuerpo, con el cuerpo masculino, con el niño, nunca serán iguales a los que el hombre mantiene con el cuerpo femenino y con el niño; los que tanto hablan de <<igualdad en la diferencia>> van a tener que admitir que pueden existir diferencias dentro de la igualdad. Por otra parte, son las instituciones las que crean la monotonía: jóvenes y bonitas, las esclavas del serrallo son siempre las mismas en los brazos del sultán; el cristianismo ha dado al erotismo el sabor del pecado y la leyenda, dotando de un alma a la hembra del hombre; si se le devuelve su singularidad soberana, no se eliminara por ello de las relaciones amorosas el regusto patético. Es absurdo pretender que la orgía, el vicio, el éxtasis, la pasión serían imposibles si el hombre y la mujer fueran concretamente semejantes; las contradicciones que enfrentan la carne y el espíritu, el instante y el tiempo, el vértigo de la inmanencia y la llamada de la trascendencia, el absoluto placer y la nada del olvido, nunca se resolverán; en la sexualidad siempre se materializarán la tensión, el desgarro, la alegría, el fracaso y el triunfo de la existencia. Liberar a la mujer es negarse a encerrarla en las relaciones que mantiene con el hombre, pero no negarlas; si se afirma para sí, no dejará de existir también para él: al reconocerse mutuamente como sujetos, cada uno seguirá siendo para el otro una alteridad; la reciprocidad de sus relaciones no suprimirá los milagros que genera la división de los seres humanos en dos categorías separadas; el deseo, la posesión, el amor, el sueño, la aventura; las palabras que nos conmueven: dar, conquistar, unirse, seguirán teniendo un sentido; por el contrario, cuando quede abolida la esclavitud de la mitad de la humanidad y todo el sistema de hipocresía que supone la <<sección>> de la humanidad revelará su auténtico significado y la pareja humana recobrará su verdadera imagen.

<<La relación inmediata, natural, necesaria, del hombre con el hombre es la relación del hombre con la mujer>>, dijo Marx. <<Del carácter de esta relación se deduce hasta qué punto el hombre se comprende así mismo con ser genérico, como hombre; la relación del hombre con la mujer es la relación más natural del ser humano con el ser humano. Se muestra, pues, hasta qué punto el comportamiento natural del hombre ha pasado a ser humano o hasta qué punto el ser humano se ha convertido en su ser natural, hasta qué punto su naturaleza humana se ha convertido en su naturaleza>>.

No se puede expresar mejor. En el seno del mundo dado le corresponde al hombre hacer triunfar el reino de la libertad; para lograr esta victoria suprema es necesario, entre otras cosas, que más allá de sus diferenciaciones naturales los hombres y mujeres afirmen sin equívocos su fraternidad.

El segundo Sexo. Conclusión.

Simone de Beauvoir.

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