
Por Ricardo Palma Cabrera
Me habían dicho con frecuencia hace cinco años atrás que era la promesa del ajedrez, nunca llegué a entender con satisfacción el significado de esa palabra, en esa afirmación. Por el contrario, entendí muy bien las consecuencias de esta palabra en mi vida para siempre. Cuando jugaba básquet veían en mí la habilidad necesaria para tenerme en sus equipos, por el talento de manejar el balón a velocidad en distintas direcciones; eso veían y yo, no. El talento era el resultado de mi esfuerzo desde las tres de la tarde hasta las siete de la noche o algo más, porque amaba jugar con amigos y desconocidos que me generaran un reto. Escribí un artículo de crítica literaria sobre un autor famoso y releído, seguro, hasta el cansancio por quienes estudian literatura y quieren ser considerados como intelectuales. Para mi sorpresa, ese artículo terminó siendo expuesto en un congreso de literatura, posteriormente me dijeron que será publicado por la universidad en donde estudio. Los viejos lobos del oeste aullaron mi nombre en señal de respeto, vieron a un zorro del bosque intentar cazar como ellos, en tono cifrado, desafinar aullidos y contra las rocas del río afilar sus colmillos.
Me dijeron que para ser joven había dado tres pasos de un solo salto, cosa que los lobeznos de su ciudad recién aprenden al tercer año de educarlos. Curiosa la vida e irónica al no poder hilar tres palabras en una oración en los cursos que tengo; sin embargo, escribí más de dos páginas de crítica literaria sobre “El demonio de la perversidad”.
Talento, no lo creo. Siento haberme divorciado de esa palabra y contradictoriamente, no me esforcé por escribir bien o aprender. ¿Por qué escribo, entonces?, ¿De dónde proviene lo que hago? Escribo por la misma razón por la cual tu respiras, por una necesidad inconsciente de preservar la vida. Es algo natural, algo orgánico lo que escribo y las formas trato de moldearlas con palabras provenientes de la realidad, de la vida. Un maestro tácito, con el aprendí como quien aprende a caminar, con mucho dolor, por cierto; más doloroso que los tropiezos de un niño dando sus primeros pasos. La figura de la cual desborda todo es, sin dudarlo, igual por la cual el niño llora, una herida abierta y sangrienta que revienta la plétora de sangre que guarda la piel con angustia y recelo. La piel con el tiempo se vuelve más áspera, como también nuestros sentimientos expresados, a manera de barrera social, por temor a ser lastimados. La sangre, aunque parezca un proceso alquímico a disposición de nuestros caprichos, se puede convertir en el líquido que te mataría si lo dejas salir durante horas sin ningún reparo en detenerlo, haciendo fluir y refluir las gotas por el espacio, afirmando las leyes físicas al caer por gravedad una pequeña parte de ti, abofeteando nuestra ilusoria existencia que a toda costa se esfuerza por hacernos olvidar el tiempo, el sufrimiento, lo absurdo, mostrándonos el proceso biológico natural que a nuestra generación no nos toca evitar, aunque tal vez nos haga más humanos saber que no se puede impedir, o como en mi caso, ese río sangriento deja como evidencia una estela de sangre por tanta violencia en la historia del hombre, y por tanto, en mi historia se convierta en negra tinta con la cual se alimenta la lengua de mi frágil pluma, pidiendo sedienta ser humedecida para con ésta, marcar a fuego el papel en prosa lírica o rígida escritura, pretendiendo explicar filosóficamente, por no dejar en la bañera junto a mi cuerpo desnudo, la muñeca macilenta de tanta sangre dispuesta a dejar mi cuerpo sin vida.
La sangre negra, no se lleva tu vida; envilece tu alma, la pinta de oscuras tonalidades que buscan ser expresadas
en el mundo, convirtiendo este en un infierno. No he escrito por mí, sino por ustedes, quiero erguir con todo esto un altar desde el cual respetar la literatura, mi literatura, nuestra literatura. Nuestra, de ti a quién cada cierto tiempo pienso en escribir una carta a dios y te la remita, por enseñarme a vivir aun sabiendo que estabas muriendo. ¿Cómo alguien puede vivir con semejante verdad? Cómo alguien puede sonreír, puede amar y besar, puede dejar caer sus sentimientos en los brazos del mundo que le está negando todo, todo por lo cual es feliz, todo por lo cual, quiere y ama la vida. Ama, amaba verme, jugar y no solo juegos de mesa, porque en qué sino se convierte la existencia estando al borde del abismo si no en juego con piezas de carne y hueso, conscientes de su consciencia. Tú eres la primun mobile de la vida, de mis dedos, de mis manos y mis brazos sosteniendo los libros con los cuales he intentado descifrar tu paso efímero por mis ojos cristalizados al ver tu cabello negro maltratado. Intento, podría resumir así todos los pasajes que me han llevado hasta aquí, porque no he encontrado sino fracaso en esa campaña, los libros solo fueron hermosos bosques donde me perdí con sus infinitos colores, colores sin sabor, sin olor, sin carne ni hueso, sin texturas, ajenos a mi piel, pero tan cerca de mi alma que me hacía rechinar los dientes de amargura, por tener tan cerca algo que no puedo sentir, tocar o vivir.
El infierno, mi aborrecible pastizal ardiente, con esfuerzo lo he ido transformando tras largas noches de insomnio, cortando la maleza enraizada en la tierra de mi mente, dejando un campo llano desde el cual me senté solo a admirar, cansados mis ojos de ver letras pasar, de un libro viejo que todos olvidarán. Contemplación, así llamaría a ese inmenso periodo desde donde encontré no respuestas, porque la realidad no es un libro escrito donde puedes leer por las ramas de los árboles su secreto, descubrí acciones mínimas, insignificantes movimientos que la horda de estudiantes caminando por el bulevar de mi universidad ni siquiera se detendrían a ver, porque solo existe una dirección en ese camino, solo existe un movimiento irreal desde luego. Vi las olas detenerse en un instante eterno, vi las hormigas cargar el cuerpo muerto de un compañero, vi el silencio hablar en medio de dos personas y sus ojos desear el ruido de sus bocas. Sentí el viento en mi mejilla darme un beso con alegría, empujarme a dar paseos en bicicleta a las seis de la mañana. Sentí el peso de mi sombra, escuché su latido agitado, se movía más que el mío alimentado por oscuros pensamientos, dejándome abatido, como si mil sanguijuelas de mi cuerpo
hubieran hecho un festín infernal; eso sentí, mi vida en la cumbre de un arcoíris, desde el cual puede verse a través de sus colores la belleza instantánea del momento milimétrico del presente, y de pronto, irse en succión profunda por agujeros negros de asquerosas criaturas, apagando mi alma lentamente como se apaga una estrella exiliada del eterno suspenso.
Las heridas profundas sanan, se rellenan de carne el vació que deja el arma que nos atraviesa. No sentimos la soledad de los primeros instantes al sacar el objeto incrustado, ese abismo horrendo de pertenencia que se evanece. Todo instante nos recuerda esa herida, al curarse la costra que deja y va cayendo; nos recuerda y con deseos incita a rascarnos, a abrir la herida y disfrutar de la sangre que desfila por nuestro cuerpo que siente en su viscosa textura las manitos de un recuerdo que se aferra. Luchamos contra esto, aunque en los primeros instantes la abstinencia a estos deseos nos torture, y muchas veces por fuerza y agotamiento nos rindan. Cuando todo parece acabar no hay costra ni picazón, no hay sangre que te abrace, porque se habrá cerrado por completo el agujero de un violento suceso y habrá quedado allí piel como el resto, el demonio de la costumbre mientras nos bañamos nos abduce cuando pasamos nuestra mano por el cuerpo y sentimos la cicatriz, esa forma ajena que nos despierta de ese sueño hermoso que se llama olvido. No he soñado ni he dormido por temor a tu olvido, he gastado horas en el peor castigo, el insomnio que me mantuvo alerta para escribir manuscritos, cartas dedicadas a tu amor y al mío. Evidencia de por si algún día no sea yo quien quiera olvidar, sino mi cuerpo cansado de tanto peso llevar. Y aunque sea una idea y el mundo la desdeñe, aunque me contradiga, defenderé con todas mis fuerzas que la idea de ti, de tu amor y el mío, es la más verdadera, la ideal e irreductible, la que toma de toda la idea de nuestro amor y la resume, la disgrega y pule. A ti, mi idea más encunada en mi mente, le debo el poema que jamás escribiré, las cartas que te mandé, la chispa que originó las llamas que incineró mis brazos, para que de sus cenizas brotaran plumas que juntas se convertirían en alas. Jamás me creías y tal vez aún te niegues a aceptar que de ti ha brotado el lirismo, la materia cruda desde la cual moldear el sentimiento puro que jamás pude expresar.
